
Durante los ochenta, a mis catorce años, las cosas no me iban bien; como a cualquier adolescente “que merezca la pena”. Así que dedicaba todo mi tiempo libre a la lectura, al dibujo de tebeos insensatos, pero, sobre todo, a escuchar música. Recuerdo que tenía un walkman, del tamaño de medio ladrillo, en el que desgastaba la cinta de los casetes de, por ejemplo, grupos como Iron Maiden; que estaba entre mis favoritos de aquella época.
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