Ayer, sin ir más lejos, leí un artículo en el que Enrique Vila Matas hablaba sobre la crítica literaria –la que te hace otro escritor cuando le confías un manuscrito– y la verdad es que tengo que reconocer que sus conclusiones me parecieron sumamente infantiles, incluso ridículas.
La crítica es, ante todo, una segunda molestia:
La que se toma alguien que antes se ha molestado en leer lo que sea que hayas escrito, y siempre -siempre- es para bien; aun en el caso de que no estemos de acuerdo, o sus conclusiones nos parezcan inútiles. Ya que los me gusta o no me gusta no son críticas y no pueden afectarnos de la misma forma que si lo fueran.
Desde hace tiempo, tengo muy claro –parece que el señor Vila Matas, no– que el hecho de que me guste una canción no la hace buena; del mismo modo que si no me gusta un libro mi disgusto no lo invalida. La crítica, que poco tiene que ver con los gustos, necesita de un argumento y su única finalidad es resolver o mejorar algo que el “siguiente lector” estima una falla –por fisura más que por fallo–, y siquiera tiene que ser un argumento acertado, pero sí implica uno –como todo mecanismo que aspira a integrarse en otro mayor–; ya que, de otra forma –insisto– nunca puede considerarse una crítica.
¿Cuántos relatos habré visto mejorar, por un cambio mínimo, aparentemente ridículo, sugerido por otra persona –escritor o no–? Detalle que el padre de la criatura nunca hubiese visto; precisamente por ejercer esa paternidad que mima y padece los caprichos de su nene.
Si me pongo en el peor de los casos, cuando alguien nos dice: “Esto es una mierda”, sólo es permisible, como crítica, si te explica por qué; y puesto que todos hacemos mierda de vez en cuando –unos más a menudo que otros, esto es así–, por caer en lo: deshonesto, populista, tópico, previsible, mal documentado, cursi, facilón, comercial, arribista, doctrinal, chovinista, sensiblero…, lo único que debe preocuparnos es que el “segundo lector” pueda tener razón. Y todo lo demás, en lo tocante a la envidia y a otras intenciones deshonestas, sólo denota falta de humildad y madurez; síntoma de que escribes desde ese egocentrismo que hace –entre otros efectos perniciosos– que te enamores de lo escrito.
Hace tiempo alguien me dijo: “Jo, es que algunas críticas son con mala leche y envidia… yo sólo se las consiento a los amigos muy amigos”, y todavía estoy sonriendo de todo lo que me reí entonces.
Señalo esto porque he conocido a escritores que, pese a que apuntaban maneras, nunca serán buenos, precisamente por considerar que ya lo son, que ya han recorrido ese camino que les falta y que no necesitan a nadie, y, como no aceptan críticas –siquiera de esas modosas y sutiles– por considerarlas un ataque deshonesto y malintencionado, mantienen siempre los mismos ingredientes; los que dan buen sabor y los que se lo quitan.
Por último, me gustaría irme sin mencionar a toda esa mojigatería que se ha puesto tan de moda con lo del sellito de la crítica constructiva, pero no puedo: La crítica, queridos colegas, tiene que tener una parte destructiva, precisamente para poder ser constructiva, y quien sólo busque halagos –por inseguro y ególatra– que recurra a su abuela, a mamá, o al espejito.
Desde aquí, reivindico la crítica: tajante, mecánica, articulada, dolorosa, si tiene que serlo –si escuece es que está curando–, y valiente… Esa que no admite contracrítica –¿puede haber algo más ruin?–. Porque, que nos digan sólo lo que queremos y nos gusta oír –por mucho que lo «necesitemos»–, crea monstruos…
Ya me vienen unos cuantos a la cabeza.