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En una ocasión, fui parte de la junta directiva de la Asociación Madrileña de Ateos y Librepensadores (AMAL). La verdad es que soy un ateo rotundo; de esos que te pueden demostrar que no hay dios que exista. Ni fantasmas, hadas, siquiera gnomos de jardín. Sin embargo, fue mi falta de fe en las asociaciones lo que me hizo llegar a ellos de rebote.
Resulta que por aquella época había escrito dos obras teatrales: Dos hijos de perra (basada en El coloquio de los perros de Don Miguel de Cervantes Saavedra) y un monólogo desquiciado que se llama: Homilía Atea de Mateo. Y no sé muy bien cómo, pero fueron ellos quienes me contactaron para ver si podían representarla en su sede; un cuchitril —al que llamaban El Ateneo— en la calle Carretas veintitrés. No tiene pérdida. Basta con seguir el reguero de proxenetas, meretrices y todos sus clientes, como rastro palpable de lo terreno.
Aquello fue muy divertido pero un desastre. Durante la primera representación, que fue en pleno mes de julio, no hubo aire acondicionado, porque un anciano se había olvidado de dónde estaba la llave del cuarto de materiales, que era donde guardaban el mando para activar el aire. Lo malo es que los controles del aparato estaban inutilizados; para que las otras asociaciones —con la que compartían sede— no se aprovechasen. Así que tanto el público como los actores en escena perdieron varios litros. De hecho, puedo decir que aquella fue mi primera deshidratación teatral en toda regla; tan aplaudida por todos los presentes como salpicada. Y sólo porque ninguno, de entre todos aquellos viejos testarudos, quiso aceptar la cancelación de la obra. Al menos hasta que la temperatura hubiese descendido veintitantos grados. Digo más, recuerdo que no quise subir al escenario a recoger aquellos vítores húmedos; pero, sobre todo, para librarme de tener que ir hasta allí patinando.
Aun así, mi gusto por la causas perdidas, toda aquella decrepitud y una resiliencia jurásica (¡tanta mierda para no escribir romanticismo!), me hizo ver un camino «floribundo», donde sólo había un buen acantilado. Si ya lo decía mi pobre madre:
—Este chico tiene debilidad por cualquier desahuciado de espíritu (por no decir: tontos y locos).
Para colmo, cuando llegué a ellos, AMAL era una asociación moribunda; y no sólo porque la media de edad entre sus miembros rondase los ochenta y muchos. Sino porque apenas eran un puñado de viejos aguerridos, con la mala costumbre de manifestarse delante del arzobispado, en actos a los que sólo asistían los únicos cuatro libres de reúma. Hombres de la vieja guardia republicana, con el puño en alto, gritando soflamas marxistas, mientras trataban de no escupir la dentadura postiza.
Bien, pues de entre mis escasas aportaciones como secretario, hay que destacar aquella tarde en la que llamaron unos estudiantes de periodismo. Quienes, al parecer, querían hacernos una entrevista, como parte de la documentación para un trabajo sobre las religiones. Por lo visto, pensaron que los ateos somos una opción dentro del complejo abanico y amalgama de deidades santos y semidioses.
No miento si digo que traté de escaquearme, pero era el secretario, y el mismísimo presidente en funciones me pidió que le hiciera el favor de atenderlos; como lo hubiera hecho el mismo, de no haber coincidido con un partido de su Atlético de Madrid. Así que no me quedo otra que citarme con ellos y lo hice en un bar de esos en los que se toma el café mirando de reojo.
Ella era una latina robusta, bajita, morena, de veintipocos, de cejas gruesas, y lentillas azules; color que, mezclado con el negro real de sus ojos, le daba una mirada marronácea (por no decir excremental). Ellos tenían la palidez y flacura de dos comadrejas. El más bajo no dijo palabra y el otro no fue capaz de callar. Así que uno hablaba mientras el otro asentía, sin que ella dejase de mirarme en ningún momento. —Tal vez —pensé— se está preguntando si me he dado cuenta de que sus ojos no son azules.
En fin, que, en un momento dado, para zanjar aquello, les dije que el ateísmo es a las religiones lo que la abstinencia sexual al Kamasutra. Ellos se miraron perplejos. Aunque el más alto se atrevió a preguntarme si alguna vez había creído en algo. Yo le dije que sí, que durante la niñez estaba convencido de que en el piso de arriba vivía un monstruo. Por las noches, escuchaba sus pisadas retumbando sobre el techo de mi cuarto. Debía de tratarse de un ser muy corpulento, de más de doscientos kilos. En su puerta había rascaduras y unos arañazos delatores. Una noche, mi madre me dijo que subiera a pedirle un puñado de sal marina. Yo me negué, claro. Podía ser un niño pero no era estúpido. Pero ella me echó de casa a cogotazos, mientras me decía: —¡Como se me queme la cena te mato! Así que no me quedó otra que subir temblando, convencido de que, en cuanto llamase, abriría la puerta de un zarpazo para abalanzarse sobre mí. Aquella noche, tuve mucha suerte porque sólo abrió una anciana famélica, de no más de treinta kilos. Iba vestida con una camisón y sus brazos eran puro hueso y vena. Me miró desde la oquedad de sus ojos y me dijo: —¿Qué quieres? Recuerdo que le pedí la sal y ella se fue a la cocina arrastrando los pies. Fue entonces cuando los vi. Había más de diez gatos mirándome desde la penumbra. Su pupilas como los faroles parejos de una procesión. La peste a orín era insoportable. Me estaba tapando la nariz, cuando la anciana volvió con la sal en un vaso de plástico. Tras cerrar la puerta sin despedirse, me quedé a oscuras dando las gracias al portal. Resoplé, todavía con cierto mareo, por el susto y aquella pestilencia. Después, volví con cuidado de no tirar la sal, y, nada más entrar en casa, le pregunté a mi madre quién era aquella vieja apestosa. Ella me dijo que se trataba de una mujer muy mayor que vivía sola con un montón de gatos. —No tiene a nadie que venga a visitarla y habla con ellos como si fuesen sus hijos. Aquella noche, volví a escuchar las mismas pisadas propias de un golem: ¡Blom! ¡Blom!, y entonces…
«Y entonces», les grite en la cara y los tres estudiantes de periodismo se sobresaltaron. Ella dio un grito y dijo haber perdido una lentilla. Los otros dos se fueron al suelo para buscarla. Y yo —lo creáis o no— aprovechando que estaban agachados, me fui.
—Sí, ya lo sé, pero no pude evitarlo.
La historia de las pisadas es real, pero no me sucedió a mí. Es de Alejandro Amenábar; un recuerdo de cuando vivía en la plaza del Dos de Mayo. La frase de lo del Kamasutra y la religión se la oí a Bill Maher.
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