Una tarde, a eso de las seis menos cuarto, Martín discute con su mujer, Cristina, mientras está conduciendo.
Vuelven de hacer la compra del mes en un centro comercial -algo lejos de su casa porque vende la comida ecológica y macrobiótica, que tanto le gusta a ella- cuando empieza la bronca.
De hecho, antes de la discusión, Cristina iba pensando en que le gustaría crear un blog sobre alimentación saludable para compartir sus hábitos por Internet. «Quien sabe si eso no puede acabar convirtiéndose en un negocio. Así no tendría que trabajar con su marido, Martín«.
Resulta que ambos tienen una asesoría informática, que les hace enfrentarse más de lo que discuten por temas como el de esa ocasión.
La disputa ha surgido cuando él le ha preguntado si no sería mejor que parasen en casa antes de ir a la playa, para descargar todo lo del maletero.
Aparte de que es verdad que les pilla de camino, Martín le ha prometido que no va a llevarles mucho tiempo. «Así vemos que tal está el perro, e incluso podemos llevarlo a la playa para que corra un poco».
El problema es que Cristina quiere ir directamente y sin perro. Así que, cuando él insiste, ella le dice que, como no llevan nada congelado, o que pueda estropearse, no quiere llegar a la playa cuando el sol haya perdido toda la fuerza. ¿Has visto la fecha que es y lo pálida que estoy? -dice mostrándole los antebrazos-.
Martín no mira directamente y tiene la sensación de que, no hace mucho, tuvieron la misma discusión defendiendo la misma postura de su cónyuge. Es por eso que decide ceder, como hace siempre, para no alimentar una discusión que sabe que irá enfadando a su mujer hasta hacerle pierder los nervios.
Justo está pensando en ello, cuando, sin saber por qué, toma el desvío hacia su casa.
Al darse cuenta, Cristina empieza a gritarle que dé media vuelta. Él ojea el retrovisor y trata de explicarle lo que ha pasado: que lo ha hecho sin querer; que había decidido ir primero a la playa, pero que le ha traicionado el subconsciente en el último momento.
El problema es que ella cree que es mentira. Es más, piensa que la toma por tonta y eso le enfurece todavía más. Si fuera yo quien conduce, no me habría atrevido a aprovecharlo para imponer mi opinión -le dice mientras hace saltar el anclaje del cinturón de seguridad.
-¡Para ahora mismo!
Martín vuelve a ojear el retrovisor y ve que el coche de atrás no guarda una distancia segura. Tal vez porque él la ha reducido la marcha cuando su mujer ha empezado a gritarle. Es Cristina quien pulsa el botón que activa las luces de emergencia.
-¡Para ahora mismo, que me bajo!
Como no le obedece, porque sigue aferrado al volante tratando de no distraerse, ella intenta abrir la puerta en marcha. Por suerte, Martín tiene la costumbre de echar el seguro centralizado que hay en el lado de conductor.
Cristina se siente atrapada y eso le pone más furiosa.
Al ver que su mujer está fuera de sí, trata de decirle que es peligroso parar justo ahí, que ya están muy cerca de casa, que se calme, que pueden hablarlo cuando lleguen, que siente mucho haberse confundido…
Sin embargo, es incapaz de verbalizar lo que piensa, abrumado por el nerviosismo que le produce que le griten mientras conduce. Está tan asustado que siente que no va a poder soltar el volante ni cuando haya conseguido parar el motor; igual que si sus muñecas se hubiesen desvanecido y los antebrazos estuvieran conectados directamente a las manos; incapaces de maniobrar de otra forma que no implique salirse de la carretera.
Mientras tanto, Cristina empieza a dar patadas como si buscase un pedal de freno en el suelo del copiloto.
Cuando ve que siquiera consigue que Martín la mire, golpea el salpicadero, y, al hacerlo, la guatera se abre. Un montón de papeles, que estaban contenidos a presión, caen sobre sus piernas y ella los esparce por todo el coche. Menos el primer puñado, que se lo tira a la cara de su marido.
Martín, de perfil, no suelta el volante para quitarse un papel que se le ha quedado entre la patilla de las gafas y la sien, tal y como si fuese una orejera.
Cuando el coche de atrás les pita, Cristina se abalanza sobre su marido y le muerde el antebrazo derecho, y, aunque siente dolor, él es incapaz de soltar el volante.
No lo mantiene agarrado por miedo a perder el control. Simplemente no puede soltarlo. Está paralizado.
Primero, siente un hormigueo del antebrazo al hombro, y, luego, cómo los dientes se clavan hasta que la sangre le resbala hasta el codo.
Sólo entonces, sin saber muy bien cómo, se echa al arcén y el coche que venía detrás les pasa pitando.
Un instante antes de que pueda detener el vehículo, siquiera para asegurarse de que no es una zona en la que otro coche los vea tarde y pueda golpearles por detrás, Cristina tira del freno de mano y se pone a golpear la ventanilla hasta que su marido desbloquea el seguro centralizado.
Martín aún no se ha desabrochado el cinturón de seguridad, cuando ella abre la puerta, sale del coche con un portazo, salta por encima de guardarraíl, y desaparece colina abajo.
Otro coche pasa pitando y Martín decide bajarse por el lado del copiloto.
De pie, junto al coche, con el sonido a su espalda de los que pasan a toda velocidad, trata de ver a su mujer, pero no ve ni rastro por ninguna parte. Es como si el paisaje se la hubiese tragado. Sólo maleza y árboles con el mar de fondo.
Cuando un camión pasa tocando la bocina, decide abrir el maletero, ponerse el chaleco reflectante, coloca los triángulos de seguridad -igual que si hubiese tenido una avería o un accidente- y se vuelve adentro a esperar a su mujer.
Permanece allí durante más de dos horas. No presta atención al atardecer. Tampoco al mordisco, que ya no sangra pero que le ha dejado un trozo de carne colgando, igual que si fuera goma.
No puede evitar repasar mentalmente la discusión desde el principio. Le pasa siempre que llega hasta ese límite. Y, al hacerlo, no se da cuenta, pero agarra el volante como si pudiera dirigirla por otro camino desde ahí. Se siente culpable por haber dejado que una cosa, aparentemente tonta, haya llegado tan lejos.
Piensa entonces en que quizá su mujer ya esté en casa, y, como no está lejos, guarda los triángulos y decide volver.
Cuando entra en el jardín, se da cuenta de que no está el perro. Posiblemente, el único hijo que tiene la pareja, una adolescente llamado Tomás, se lo haya llevado a dar una vuelta.
Martín sube a la segunda planta y se encierra en el cuarto de baño que hay en su dormitorio. Se mira en el espejo y resopla antes de desinfectarse la herida. Es entonces cuando se da cuenta de lo profunda que es. De hecho, en los extremos se distinguen perfectamente las marcas de algunos dientes, como un molde a la espera de relleno con el que recrearlos.
Mientras siente el escozor del yodo, escucha la puerta principal, y, al rato, las pezuñas del perro por el pasillo del segundo piso. Así que supone que es su hijo, que ha vuelto de pasearlo.
Aunque espera para ver si éste se encierra en su habitación, se topa con él en cuanto sale al pasillo. Tomás lo mira, primero a la cara y luego le echa un vistazo rápido al vendaje del antebrazo. Su padre lo oculta. Quiere hablarle cuando, sin quitarse los cascos de música, su hijo le grita: -¿Y mamá?
Martín tiene que levantar la voz para asegurarse de que su hijo lo oye y le explica que ha tenido que salir, que no tardará en volver, que se prepare que van a cenar dentro nada.
Tomás agacha la cabeza y se encierra en su cuarto.
Antes de ir a la cocina, en el piso de abajo, para preparar algo de cena, Martín vuelve al cuarto de baño para asegurarse de que no ha manchado nada. No quiere que eso sea el motivo de otra discusión; como el de la semana pasada: cuando su mujer le tiró un zapato a la cara, por dejarlo en el suelo del dormitorio y no colocado en su zapatero.
Cuando pasa junto a la puerta cerrada del dormitorio de su hijo, oye el sonido de un videojuego de guerra. Al acercar oreja, escucha como éste le cuenta a alguien, tal vez otro jugador –ya que le gusta jugar en Red–, que sus padres han vuelto a discutir. «Siempre es por una gilipollez que hace que mi madre se vuelva loca y lo pague conmigo o con mi padre; que no tiene huevos a mandarla a tomar por culo de una puta vez».
En ese momento, Martín toca el pomo. Está dudando de si entrar para preguntarle a su hijo con quién está halando, cuando escucha un portazo en la entrada principal.
Estna los micromachismos y luego estas tu que pretendes hacer ver que hay hombres maltratados como si fuera algo tan comun como todo lo que sufren las mujeres. Me da asco tu relato
No te mereces ni que te conteste, Loren, pero, antes de que haya otros comentarios similares, dejo aquí que no he escrito más que una historia que me ha apetecido escribir tal cual, con una importante carga de realidad (de la que he sido testigo); más, por cierto, de la que suelo servirme para escribir mis ficciones. Algo así como un 80%, que es mucho.
Asi lo he leído yo. Como una historia. Nada más. Por cierto muy bien narrada, con mucho ritmo… Te felicito. La pena es no saber … que habrá detrás de ese portazo. Saludos. Te leo.
Me alegra, Ginés. El caso es que he seguido escribiendo, pero se me va ya a una novelita… que para el blog es demasiado texto.
coincido con lo que se ha dicho. Me parece un texto machista que trata de equiparar un problema serio (la violencia que padecen, a diario, millones de mujeres) con algo que, de darse, sería inusual.
Me parece ridículo que llames este relato machista y además digas que es inusual. No sé si será por falta de educación o intelecto que solo le des importancia al maltrato hacia la mujer. Tienes una mentalidad tan sexista que me da asco, de verdad que es una pena que haya personas como tú en la sociedad que solo quieren justicia cuando les beneficia.
a ver… un relato puede hablar de lo que sea y eso no hace que sea una ocsa o otra, pero es verda que este si que es un poco machista pq se mete n un tema como si fuese lo msmo el maltrato a las muxeres que a los homes
No creo que se trate de hombres o de mujeres, a pesar de que las estadísticas, aplastantes, hablen por sí solas. No sé si es la biología, el género, la genitalidad o la educación, lo que si sé es que no es el pene el agravante (o su ausencia, vaya), es la relación afectiva y la dependencia que ella produce. El término “violencia de género” es facilón, dañino y reduccionista. No se trata de hombres pegando a mujeres, se trata de un mal entendimiento de la relación emocional, y digo emocional, sí, ya que muchas veces acaba afectando a todos los que comparten vínculos afectivos con la víctima. El dolor de un puñetazo o una paliza recibida por la calle, de un completo extraño, hombre o mujer, es terrible, físico y sus consecuencias pueden ser mortales. Pero la tortura de sentir(te) dentro de un proyecto de vida y de un entorno emocional (¡y físico!) reducido y compartido, que se retuerce a voluntad para ejercer una tiranía, eso es mucho peor. Y no va de penes.
En el relato, un poco demasiada ommisciencia para mi gusto.
Estoy de acuerdo. El problema es que no se puede dejar de lado a una «minoría» y legislar como se ha hecho; que no ha sido tampoco para favorecer a la mayoría. Porque una persona maltratada no debe distinguirse -legalmente o jurídicamente- por su sexo. Eso es discriminación; positiva, a veces, pero discriminación.
Si mi padre me pega y soy un chico, resulta que tengo los mismos derechos que una chica. Pero si la que me pega es mi novia -ya de adolescentes jóvenes o adultos- o mi mujer -cosa que me ha ocurrido a diferentes edades- no tengo los mismo derechos, ni los mismos servicios que ofrece el estado.
Y por supuesto, por aplastante que sea la diferencia, no se puede silenciar a nadie, ocultar estadísticas, establecer tabúes…