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Hace décadas, mientras estaba buscando casa en Madrid, tuve que compartir piso con otros dos escritores: un alemán paranoico, con su caja de seguridad y candados por todas partes, y un vasco que escribía en francés, según él: —»porque en euskera apenas hay lectores y no quiero usar un idioma colonialista y opresor, como lo es el inglés o el puto castellano».
Tengo que decir que, entonces, siquiera me había planteado escribir en serio. Para mí era poco más que una afición; por la que me pagaban dos de las mejores agencias publicitarias. Qué tiempos aquellos: era joven e insensato, pero me divertía mucho.
La mañana que tuve la entrevista, para ver si me dejaban entrar en aquel cubículo, con menos luz que un ropero, no vi mi error. Aunque, para ser justo, ellos me avisaron con una tanda de preguntas delirantes. Y aunque el apartamento me pareció un cuchitril, era lo mejor que había visto hasta la fecha. Así que les dejé hacer.
Como apertura para romper el hielo, el alemán, sentado con la espalda recta y sin tocar el respaldo, me dijo que si alguna vez le había plagiado algo a otro —¿Algo cómo qué? —dije bromeando, hasta que vi su ausencia de resquicios para la comedia—. —Una novela, porrr ejemplo —dijo él arrastrando la erre—. —Pues es que soy muy creativo y no lo necesito. —Ya, ¿perrro lo harrrías si lo necesitarrras? —No lo creo. —¿Y porrr qué no lo crrrees? —Pues porque es caer muy bajo: te apropias de algo que no es tuyo, y, encima, mientes para que todos crean que lo es.
El alemán anotó algo su una libreta y lo hizo asintiendo, mientras el vasco me decía:
—¿Tienes algo así como una hermana gemela? —Bueno, tengo una dos años mayor, pero no se parece mucho a mí. De hecho, creo que soy adoptado —dije mientras el alemán miraba a su compañero encogiéndose de hombros; algo que interpreté como que cuestionaba la utilidad de la pregunta. El vasco se giró molesto y le dijo: —¿Qué pasa? Me gusta la gente familiar, y, de paso, quiero saber si tendrá visitas. —Pue es que mi hermana vive en Holanda, mi hermano lleva años interno en un frenopático, y con mis padres no tengo lo que se dice una buena relación. Así que, si recibo alguna visita, no será la de un familiar. Eso seguro.
El vasco torció el gesto mientras anotaba algo en su libreta, ante la perplejidad del alemán.
No me puedo imaginar cómo serían lo otros aspirantes a aquel cubículo sin ventanas, pero el caso fue que me eligieron para habitarlo; aunque sospecho que fue el alemán al que convencí con mi reticencia al plagio. Sin embargo, no supe que eran pareja hasta semanas después. Quizá, porque me despistó la pregunta sobre mi posible hermana gemela y creí que el vasco era heterosexual. Tampoco me hubiera supuesto un problema de haberlo sabido en aquel momento.
También, quiero decir que no era del todo un incauto y ya suponía que la convivencia con desconocidos no iba a ser fácil; aunque hoy sé que entre escritores es mucho peor.
No sé si es porque casi todos escribimos usando nuestro mundo interior; ese tamiz que filtra la realidad en pos de un «orden» que nos permita soportarla. Lo malo es que algo tan personal y excluyente que acaba colisionando por derecho —o sin ello— con el mundo interior de cualquier otro. Así que mis dos nuevos compañeros se pasaban el día discutiendo.
El vasco, que también hablaba alemán, le decía eso de que es un idioma maravilloso con una literatura deleznable —creo que parafraseando a Borges—. Y el otro le soltaba los palabros más largos que oiré en mi vida, repletos de consonantes furibundas, que chocaban entre sí con la consistencia de un escupitajo. De vez cuando, le respondía en castellano que el francés es un idioma para marrricas, con una literatura sobrevalorada y que Flaubert no podía compararse a Nietzsche.
Al oírle decir esto, el vasco se volvía loco y empezaba a romper cosas, a gatear o a desnudarse haciendo sonidos extraños —que no puedo asegurar que fueran términos en euskera—.
El problema es que los dos estaban escribiendo una novela, cada uno atrincherado en su cuarto, y, sobre todo el alemán temía que tratasen de robársela. Incluso, llegó a decirme que el vasco no le había contado que hablaba alemán desde el primer momento y que eso era un indicio para desconfiar de él.
El vasco, sin embargo, sostenía que era el alemán quien no paraba de hacerle preguntas sobre su novela, con la intensidad y duración de un interrogatorio.
Y yo, que entonces estaba a otras cuestiones más voluptuosas, les decía que por qué no se ayudaban uno a otro, mostrándose sin miedo sus manuscritos. Sólo para ver cómo ponían los ojos en blanco, justo antes de dejarme tranquilo.
Una tarde de viernes en un bar irlandés, llevaba más de una hora escuchando un sermón sobre la lucha de clases, de parte de una estudiante de ciencias políticas, para ver si me dejaba hincarle el diente. Cuando, contra todo pronóstico, conseguí que quisiera subir a mi habitación. La verdad es que se lo propuse convencido de que me iba a decir que no y de que mis dos compañeros estaban por ahí, o cada uno escribiendo en su cuarto.
Sin embargo, nada más abrir la puerta, pudimos escuchar un alarido. Mi acompañante me hizo presa en el brazo. Más, cuando vimos pasar de un cuarto a otro al alemán —un tipo fornido más alto que yo—, que iba totalmente desnudo y con un erección en ristre considerable; aunque la llevaba media asta, como un ariete con el que bien podría haber abierto… Bueno, ya me entendéis.
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Al oír otro alarido, me di cuenta de que era el vasco quien gritaba desde su cuarto. Así que le pedí a mi acompañante que esperase en el recibidor. Pero ella sólo espero a que me adentrase en el pasillo para salir de allí; algo por lo que no puedo culparla, ya que yo habría hecho lo mismo.
Cuando por fin entré en el cuarto del vasco, lo vi desnudo, atado a la cama con cinchas de cuero, con un collar rojo de pinchos, con las muñecas y tobillos amarrados. Tenía los pezones y el pubis cubiertos de cera —ya fría—, y verdugones en cada palmo del cuerpo; hay que decir que era un tipo muy pálido; así que la cosa parecía más de lo que luego resultó.
Antes de poder soltarlo, oí un portazo y pensé que mi acompañante se había ido sin despedirse, pero que va: fue el alemán que, tras ponerse algo de ropa, bajó a por la cena.
El vasco estaba aterrado y cuando le quité la mordaza me dijo: —El muy hijo de gran puta me ha torturado para que le confiese de qué va mi novela.
Al oírle decir eso, le propuse que llamásemos a la policía. Pero, antes de que pudiera marcar, me agarró por el antebrazo y me dijo:
—Espera, he pasado miedo, porque se pone como loco, pero si estoy con él es porque me gustan este tipo de mierdas. Vamos que a los dos nos va el rollo un poco… rudo. Aunque es la primera vez que se pasa tanto. ¿No sé si debería comentárselo porque a lo mejor se molesta y es peor?
Aquella noche, encerrado en mi cuarto, me propuse buscar apartamento con más ganas. De hecho, dos semanas después de aquello, encontré la que hoy es mi casa. Y llegó el momento de la despedida; que, como todavía estaban molestos entre sí, tuvo que ser por separado:
El alemán me dijo que si alguna vez me interrresaba ser un buen escritor, que tal vez él podrrría darrrme alguna nociones literrrarrrias imporrrtantes. Y el vasco me dijo que ya había terminado su novela, pero que no se lo iba a decir, al que en aquel momento llamó su exnovio, por miedo a que se volviera más loco de lo que estaba.
Supongo que en aquel cuchitril habría una nevera donde se encontraban los medicamentos psicofármacos, como el Prozac, Risperidona, Clozapina o cosas más fuertes aún.
Madre mía, pero ¿dónde te metiste?
No sé cómo podías dormir allí con semejantes zumbados que emitirían hasta zumbidos.
Menos mal que saliste ileso.
Jajaja jajaja 🤣😂😆
No sé si es verdad o ficción, sea como sea, me ha parecido divertidísimo, Carlos.
Un abrazo. 🌷
Toda ficción tiene algo de verdad y, a veces, es real la parte que parece inventada. En cualquier caso, los escritores somos gente poco recomendable. Eso sí que es cierto. Menos mal que tú eres poetisa.
¿Sigues sin escribir?
Mi cuñada acaba de sacar su cuarto libro a la calle, por cierto me ha gustado mucho.
Te puedo asegurar que ella es una tía estupenda, jejeje, así que no estoy nada de acuerdo contigo en esto.
Pues te aseguro que ella es la excepción que confirma la regla. Porque llevo años en esto y he visto de todo y casi siempre es para echarse a temblar: plagios, vetos, difamación, favores a cambio de…, traiciones, lameculerismo editorial… Podría escribir una trilogía sobre este maravilloso inframundo. No exagero.
Yolanda Guerrero, infórmate si quieres. Me parece bastante legal.
Cada vez que escribe hasta se desplaza a pueblos para documentarse,.
En fin, habrá de todo.
Pero que fuerte!,que fuerte,! Me tienes escandaliza!!.Me pasa como a Poetas en,que no se distinguir si es verdad o ficción,(no se cómo estás vivo,),pero que viva el morbo leñe!!.
Buen relato!
Por cierto tú relato me ha recordado el episodio de la serie The Big Bang Theory,en el que Leonard tiene que pasar una entrevista hecha por Sheldon Cooper ,para acceder a ser su compañero de piso.
Pues, mujer, lo normal es que haya una entrevista. ¿O tú le alquilarías una habitación de tu casa a alguien sin hablar antes con esa persona? Además, en Madrid por cada habitación disponible se presentan unas diez personas, como mínimo. Y, claro, la gente trata de que no se le cuele un energúmeno; aunque el problema es cuando son dos y ya están dentro.
claro ,claro,también les entrevistaría si pensase alquilarles una habitación.