Cuarta temporada de Black Mirror, serie sobre el efecto perverso implícito en la tecnología, cuarto episodio: Hang the DJ.
Está mal que lo escriba pero de vez en cuando –todavía– alguna chica se fija en mí. ¿Vaya usted a saber porqué? Aún me parece más incomprensible si ella tiene veintisiete años y yo ando cerca de los cuarenta y cuatro. Todavía es más raro, si se la puede describir como a una «elfa» rubia -a veces le asoman la punta de las orejas por el pelo largo y liso- de ojos grandes, con iris de un glaciar, desde los que me mira como si yo fuera una liebre, inmovilizada por su haz, en medio de un carretera nocturna.
Sin embargo, en este caso, debo mencionar que nos encontramos hace más de un año en el templo de Debod, en Madrid; aunque en aquella ocasión no intercambiamos más de seis frases -cuando dominé a su perro porque la estaba liando-, que ella concluyó con un: -…Ah, gracias… Me gustaría verte otra vez. A lo que respondí con un: –Claro, suelo estar por aquí a esta hora -en vez de pedirle el teléfono; que es lo que hubiera hecho cualquiera menos desentrenado que yo.
Recuerdo que, por aquella metedura de pata, traté de coincidir con ella durante las dos semanas siguientes, pero no hubo suerte y no volvimos a vernos. Así que me olvidé del asunto hasta que, meses después, una tarde que volvía del parque, me la encuentro sentada en una terraza que hay en una calle peatonal cerca de mi casa, esculpiendo un helado grande como una sombrilla con virutas de chocolate. Estaba sentada con su perro a los pies frente a una amiga; a la que también conocí aquella primera tarde. Mientras me acercaba, las observé palear muy concentradas, todavía sin decidirme a saludarles. Lo cierto es que pude haber pasado de largo sin que se dieran cuenta, pero me dio por saludarles e incluso por sentarme en un banco de piedra que había junto a su mesa. Me dijeron hola pero sin levantarse y, como vi que seguían con sus cucharitas, siquiera sin mirarme, me largué. Ninguna dijo nada. Sólo el perro se levantó en representación de ambas y yo me alejé pensando en que, quizá, el helado les hubiese congelado un hemisferio cerebral; ese en el que se ubica la conducta social como la educación. Ni había doblado la esquina, cuando me propuse no volver a dedicarle un minuto de mi tiempo.
Dos meses después, mi perra corre con otros perros por una pradera del parque del Oeste, mientras charlo sobre cine con otros dueños. Aparece esta chica con su perro que se pelea con otro nada más verlo. Ella le insulta con mucha agresividad. El perro huye y ella lo persigue. Parece que le va a pegar. De hecho, no puedo asegurar que no lo hiciera. Sí recuerdo bien que pensé que no había seguido mis consejos y que ese cruce -de pointer con mastín- le iba grande a cualquiera como primer perro. También, en que quizá fue una suerte no haberle pedido el teléfono, aquella primera tarde.
En verano, vuelvo a verla por el parque del Oeste. Más que morena está dorada. Lleva una pulsera en el tobillo izquierdo. Va con dos chicos de su edad, ambos con barba, y otra chica. Se sientan en la hierba a no más de siete metros de nosotros. Ni parece verme, ni nos saludamos.
Una par de semanas antes del día hache, estoy en la misma pradera cuando la veo llegar. Casualmente, yo sigo hablando de cine pero esta vez estoy con un amigo con el que intercambio películas de vez en cuando; él me deja una trilogía de Michael Haneke y yo se la devuelvo un año después sin verla. La chica se acerca y sólo nos saludamos cuando su perro se une a los nuestros. Ambos empleamos un: ¿Qué tal? retórico. Ella lo ata en cuanto hace por montar a la perra de mi amigo, y yo continuo con la charla como si tal cosa. Cuando termino y miro alrededor, se ha ido.
Ahora es cuando ha pasado un año y pico. Día Hache. Hace dos semanas. Es de noche. Son las seis y media de la tarde y estoy sujetando a la perra del mismo amigo con el que hablo de cine, mientras él entra en «un chino» para comprar unos gusanitos para su hija, que los necesitaba para una fiesta de cumpleaños. Mi perra y la suya están sentadas atentas a la fachada. A mí espalda, el paso de cebra. Oigo los pajaritos que avisan a los invidentes de que hay luz verde. En ese momento, estoy pensando en qué me voy a hacer de cena, aunque no tengo hambre. De repente, alguien me grita: Hombre, ¿qué tal?, cuánto tiempo. Es esta chica con su perro. Antes de corresponderle, miro a mi alrededor para confirmar que no está saludando a otra persona. Pero no, es a mí. Así que veo cómo se acerca y dice: Pero dame dos besos. Ante semejante exhibición de cercanía y confianza, pienso en una cámara oculta, en si la chica será esquizofrénica, en si lo seré yo, o tal vez se trate de un par de gemelas: una educada y afectuosa -a la que hace un año que no veo- y otra seca y malhumorada. Todavía me quedo más perplejo cuando me dice, con una sonrisa: Cuéntame, ¿y cómo te van las cosas? -como si alguna vez lo hubiese sabido-. Pero lo que más me sorprende es que sí: yo se lo cuento como si lo hubiese hecho antes. Apenas me despido de mi amigo cuando le devuelvo la perra. Es más, tengo la sensación de que la aturdo con mis cosas como medida para poder pensar. Hablo sobre cómo me va, pero pienso en qué coño quiere esta tía, si hace dos semanas que me vio y sólo nos dijimos «hola». Soy el príncipe de Dinamarca haciéndose el loco para observar a quienes le adulan. Soy un personaje en las películas Éric Rohmer cuando una desconocida le habla en la cola de una farmacia. Soy Buddy Braddley siempre que se le insinúa una chica guapa y piensa en que sólo una pirada peligrosa se acercaría a un tipo tan desastrado y desastroso como él. Sigo hablando hasta que llegamos al mercado navideño que hay en la Plaza de España, aunque ya ha pasado la navidad. Lo cruzo con ella, aunque nunca lo hago. Protesto porque ocupe un espacio público, acaparando el paso de los transeúntes. Ella se ríe. Salimos. Me mira. Me despido. Me mira. Me despido. Me mira. Me despido con un: Bueno, a ver si coincidimos otra tarde y, sin pedirle el teléfono, me alejo.
(to be continued)
¿Y por qué le has puesto Black Mirror? Eso me despistó provisionalmente. ¿Y el teléfono? ¡Zopenco! La serendipia ayuda pero hasta cierto punto…
Porque ese episodio va de esto. Y sí soy un zopenco, pero la historia no ha acabado y ya veremos si no hubiese sido mejor dejarla aquí… Estimado, y tan sutil siempre, Arroyo
A mi es el que mas me a gustado, ese y el de los perros robores
Júreme que es adrede que de dieciséis palabras seis sean faltas de ortografía. Bueno, cinco; porque el plural de robot entra en otro rango; que no pertenece a esta dimensión, amigo Murano…
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