Durante la lección que llamo «Historia de casi todo», les demostré que cada evento contiene un relato, en el que se diferencian varias partes: cómo sucede algo (la consecución real de los acontecimientos que lo conforman), de qué manera lo interpreta cada testigo, ya sea directo o indirecto, y cómo nos gustaría que hubiera sucedido.
Me refiero a cuando nos relatamos un suceso para «entenderlo» o aceptar la imposición de la realidad. Esto sucede cada vez que alguien se miente, si lo que ocurre le resulta inaceptable o doloroso. Y aquí es donde, al hacerlo, está construyendo un relato que deberá apuntalar con todo tipo de razonamientos que lo amparen, ya sean excusas o mezquindades; aunque para cualquier otro, que no ha padecido los mismos hechos en sus mismas circunstancias, puedan resultar puro delirio. De esta forma, cuanta más distancia haya entre ambos extremos, más alambicado, si no complejo, resultará la estructura de dicha narración.
Para que nos entendamos, una vez cumplido con todo formalismo literario:
Imagina que te sientas en una sala de cine que contiene tres pantallas idénticas:
En la de la derecha, proyectan tu vida tal y cómo ha ido sucediendo. En en la que está al otro extremo, atendiendo al hemisferio izquierdo de tu encéfalo (que es donde urdimos fantasías y embustes) aparece lo que has ido interpretando. Y en la de en medio, como eje vital que supone toda aspiración de nuestra vil existencia, lo que te gustaría que hubiera ido sucediendo en cada momento.
Evidentemente, no hay que ser un superdotado para saber que estarías visionando tres metrajes muy distintos. Ya que, con el mero acto de asistir a un evento, nos vemos en la tesitura de interpretarlo. Además de desear haber actuado o dicho algo diferente. Sin contar con que las emociones humanas lo distorsionan todo, y obviando el contexto vital, así cómo la forma de ser de cada individuo.
Por tanto, un buen relato (de ahí que mi curso se llame «el buen embustero») siempre arraiga entre esas tres altitudes: «qué fue lo pasó», «qué narices me conté», y «qué coño me gustaría que hubiera sucedido».
Ahora voy a poner un ejemplo real de algunas versiones de un mismo relato:
Durante mi infancia, ese estado esponjoso y larvario, la hermana de mi abuela (a la que llamábamos tía, para abreviar) se empeñó en llevarnos a un encierro. Mi hermana tenía siete años y yo apenas nueve. El caso fue que, nada más llegar, se dio cuenta de no íbamos a poder verlo. Ya que cada tramo de las talanqueras, que contenían todo el recorrido, estaba abarrotado de jóvenes y adolescentes, encaramados, unos sobre otros, para vitorear el espectáculo al paso o incorporase a la carrera.
Aún así, mi tía (alguien capaz de batirte un huevo crudo en un vaso de leche de cabra con cacao, para jurarte que ni llevaba huevo, ni aquella leche apestosa era de cabra) quiso que nos acercásemos, en un intento de que pudiéramos vislumbrar algo entre tanta pernera y canilla. Recuerdo que nos llevaba de la mano.
Sin embargo, al haber tanta gente agolpada sobre las barras, el tramo, que teníamos justo en frente, se vino abajo. Y lo hizo dejando un montículo de tubos de metal y a buena parte de los que estaban encaramados. Algunos empezaron a chillar por el susto y el golpazo. Pero, sobre todo, al ver un paso abierto por el que se podían escapar los toros.
Por suerte, el primero en asomarse no fue un toro sino un cabestro (también llamado manso); reconocible al ser menos robusto y por el tañido de su esquila. Vi asomarse la cabeza del bicho, que parecía indeciso, como si no supiera si podía salir o no por aquel paso. El amago no duró ni cinco segundos y, ante el griterío y los aspavientos de todos los que trataban de reponerse, el animal dio un respingo y se fue trotando por donde estaba previsto, como si tal cosa. Entonces, todos los que se habían levando se pusieron a colocar las barras donde estaban para volver a encaramarse, convencidos de que no iba a pasar de nuevo.
Esta es la versión de lo que recuerdo desde mis nueve años. Sin embargo, al llegar a casa de mi abuela, aún de la mano de mi tía y sin haber podido ver el encierro, ella contó una historia distinta; que yo ni quise ni fui capaz de desmentir. De hecho, me consta que la estuvo contando siempre que nos reuníamos, como parte verídica del anecdotario que supone y atesora toda familia. Junto a otras muchas historias; que, seguramente, poco tuvieron que ver con lo que pasó.
Lo cierto es que la hermana de mi abuela, por motivos que ahora no voy a esclarecer, tuvo la necesidad de ser una gran fabuladora. Así que lo que les contó a todos, nada más llegar de aquel encierro que no pudimos ver, y ante nuestra perplejidad infantil, fue lo siguiente:
No acabábamos de llegar, cuando un miura de más de quinientos kilos (parece que hasta pudo ver el hierro de la ganadería), va y le pega una cornada a la talanquera que tenemos delante y la tira abajo, y nos caen encima lo tubos y un montón de gamberros que estaban encaramados y que habían salido por los aires. Menos mal que pude sacar a rastras a estos dos de debajo. Justo antes de que pegase otra cornada; que la dio al aire por muy poco. En eso que miro a Carlos (refiriéndose a mí) y veo que se está más blanco que los cuernos del bicho. Pero lo más gracioso es que cuando lo levanto, para ver si está bien, va y me dice: «Tía, del susto no me quedado ni una peca en la cara».
Mi abuela disfrutó tanto aquel relato que acabó siendo ella la que incitaba a su hermana para que lo contase, con un: ¿Te acuerdas de cuando te los llevaste a un encierro y Carlos dijo eso de: «No me ha quedado ni una peca»? Además, hay que decir que en cada ocasión le iba añadiendo detalles y otros datos a la historia; en los que en cualquier momento a ninguno de mis parientes le hubiese extrañado que apareciese un dinosaurio.
En fin, un buen relato nace y se nutre de diferentes versiones. En este caso:
- La mía; carente de sustancia por estar ceñida a la realidad (y lo digo aunque a veces esta pueda resultar excepcional).
- La de mi tía; un tanto volátil por la falta de verosimilitud; al estar cargada de toda esa fantasía que ella necesitaba para hacer de su vida algo más heroico.
- Y una tercera, deducida de las anteriores, que busca potenciar los elementos más jugosos, para que el lector la encuentre más sabrosa, si no nutritiva.
Esta lección concluye con: todo escritor tiene que ser fiel a muchas cuestiones y parámetros, pero rara vez a lo que aconteció y mucho menos a aquello que nos contamos para poder soportarlo.
Voy a añadir un par de párrafos del relato de un alumno (Gracias, Mateo) como ejemplo de esa tercera versión. Lo hizo en clase a partir de lo que les conté a capela. No voy transcribir todo su texto, por si quiere seguir trabajando en ello, y presentarlo a un concurso literario.
Al ver que estaba abarrotado y que no íbamos a poder ver el encierro, mi tía Petra, mujer bajita pero ceñuda, nos soltó la mano y, agarrando por la pernera a uno, que estaba mal encaramado, tiró de aquel pobre como si fuera la maroma de un campanario. El muchacho protestó e hizo por agarrarse a otro, cual gato que le araña el lomo de su compadre. Y, de esta forma, todos cayeron arrastrando parte de las barras y maderos, que los habían sostenido hasta que ella empezó a tirar.
En aquel momento, mi hermano y yo, que estábamos plantados delante, fuimos testigos de cómo un toro asomaba la cabeza por la apertura, y antes de que pudiera hacer intento de escapar por ella, mi tía, que estaba plantada en jarras, justo delante de aquel animal enorme, levantó los brazos gritando: ¡Yah! ¡Fuera, bicho! Y así fue cómo vimos a un toro obedecer a mi tía, cómo cualquier otro a quien ella le mandase a hacer puñetas o cualquier otro recado.